La muerte de Luis XIV o lo aburrido de la agonía
Por: Elena Pérez Palacio
¡Qué mudos pasos traes, oh muerte fría,
pues con callado pie todo lo igualas!
Quevedo, salmo XIX
Entre sábanas escarlatas, el rey habla con el pequeño delfín. Le da consejos para gobernar: no te apasiones por edificar, busca la paz, haz lo mejor por tu pueblo. El rey está muriendo en la solemnidad asfixiante de sus fastuosos aposentos.
Con el hieratismo de una tragedia de Racine, Albert Serra desarrolla una sola acción dramática en un único espacio: la muerte del Rey Sol en sus habitaciones. Quizás se podría describir el largometraje como contemplativo, como si un óleo del Louvre fuera una imagen en movimiento por un par de horas. Pero así como el rey muere con peluca, estas descripciones serían solo ornamentos del angustiante sentimiento de tedio de la película.
Un rey muere. Entre planos cerrados y lentitud abismal, se despoja de la vida a pedazos. Ya no puede ver a sus perros. Sus cortesanos lo han abandonado a la merced de sus médicos. Como si fuera un niño necio que no quiere comer, esconde pedazos de galletas y riega el vino entre las pieles que lo abrigan. Al rey que fue el estado solo le queda postrarse y esperar la muerte y, a nosotros que lo vemos, compartir con él ese tiempo monótono puntuado por las interrupciones de médicos, sacerdotes y burócratas.
Un cuerpo muere. Albert Serra no escatima en recordarnos lo escatológico del proceso mortuorio; más allá del sabor trágico y noble de las glorias pasadas. Un cuerpo que se riega comida encima, que se retuerce con dolor, que se pudre lentamente. Innumerables planos y detalles del diseño sonoro hacen eco a nuestros olores, sonidos y colores más bajos como otro efecto inescapable de la muerte. Y para atenderlos se encuentran los médicos, cuyos tratamientos, además de resultar ineficaces frente a la gangrena, horadan el telón de gravedad del acto de morir.
El grupo de médicos con sus galimatías y disquisiciones son lo único que rompe con el lento transcurso de la muerte del rey. Como si fueran salidos de una comedia de Moliére o una sátira menipea, los médicos constantemente dan cuenta de su incompetencia con ingenua parsimonia. ¿Podrá el elixir de semen y sangre de toro curar al rey? ¿Es la medicina un problema de mecánica concreta o de nuestra relación cósmica con los frutos de la tierra? Los médicos discuten sobre la dieta del rey y sobre el mejor tratamiento a seguir, pero también sobre sus solapados antagonismos entre escuelas. Más que salvar al rey, sus esfuerzos parecieran ser una serie de fútiles intentos por prolongar los ritmos corpóreos de un hombre preparado para recibir la muerte.
La consumación de todo este proceso es la escena final de la autopsia y su atmósfera tenebrista de lección anatómica. En claroscuro las manos de los médicos escarban entre el cadáver de Luis XIV y examinan sus órganos internos. Se trata del momento culmen del proceso médico: la oportunidad de conocer las causas últimas de la muerte de uno de los monarcas más grandes que hubiera visto el mundo. Pero ignoran la causa, no creían que era gangrena y, como si se tratara de un traspié en una función de teatro, la próxima vez lo harán mejor.
Como ya lo señalaba Walter Benjamin, hemos dejado de lado la plasticidad de la muerte de unos siglos para acá. En nuestra actual pandemia, la agonía colectiva se nos esconde entre muros de hospitales y cifras diarias como un fantasma tan lejano como cercano. Pero el lento fin de nuestros días en esta tierra no ha cambiado mucho: como en La muerte de Luis XIV, la vida se deshoja de sus significados, pero también de su infinita vanidad para dejarnos solos con el tedio de la espera.
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